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Es creado con la finalidad de recopilar, sistematizar y ordenar diferentes fuentes documentales, sobre los sitios históricos de Caracas, a través de reseñas e imágenes que colaboren al conocimiento de nuestra identidad cultural en la sociedad venezolana.

lunes, 11 de enero de 2010

Esquinas Históricas de Caracas lV Parte

Esquina de San Jacinto-Casa Natal

La de San Jacinto es la más antigua en su biografía, pues la casa paterna, la casa en la que vio luz por vez primera, está situada frente a la plazuela del Convento de San Jacinto que le dio nombre a la esquina. La vieja casona con su ancho zaguán cohero y sus amplios patios sembrados de plantas perfumadas y guarnecido de columnas se vio así habitado por el cuarto vástago de aquel hogar, llamado a ser el primero, de la familia americana. Inquieto, más que sus hermanos, aquélla pequeña chispa saltaba de los brazos de la madre a los de las ayas, haciéndoles sentir el aguijón de su ardor; su madre, de nuevo en cinta, le prodigaba todo el cuidado que le permitía su estado. La hermanita nace y muere de seguidas. Aquella pérdida apenas la siente el párvulo de dos años, por el extraño silencio que penetró de pronto en aquella morada donde había reinado, hasta entonces, el bullicio y la dicha. A los pocos meses, ve con asombro cómo cuelgan negros crespones entre las blanquísimas columnas y nota que ya no se oye en los ámbitos de la mansión, la voz varonil y amable de aquel señor grave y cariñoso a la vez, a quien habían aprendido a llamar papá o padre


Esquina de Veroes

Veroes, Verois o Beroiz, es apellido vasco. Sin embargo llegó a Venezuela mucho antes que la Compañía de Guipúzcoa. Los primeros entraron por Coro, donde hallamos establecido al sargento mayor alférez Antonio de Verois en 1682, quien para esa fecha contaba los cuarenta años. El primer Verois caraqueño fue Don Nicolás Antonio, inscrito como porcionista en el Seminario de Santa Rosa en 1709. En Coro no había colegio superior, y como podemos ver, la familia era ambiciosa en cuanto al futuro de sus vástagos. En tiempos del obispo Valverde ya estaba definitivamente instalada en Caracas la familia Verois. José Antonio Verois fue, primero alcalde de la hermandad, y procurador en 1739, cuando ejercían el oficio de alcalde Agustín Piñango y José de Bolívar.

Se acababan de construir las casas del conde de San Javier y el convento de las Carmelitas, en aquélla época de prosperidad que había inaugurado la Compañía Guipuzcoana. Los vascos se hallaban en su apogeo y jugaban papel preponderante en la vida de la ciudad. Habían hecho florecer los campos con los más diversos cultivos, y con su pujanza transformaban el aspecto geográfico y la economía de la provincia. Aunque a menudo se hallaban ausentes, Francisco y Pedro, miembros de la familia igualmente trabajadores, tenían sus casas en la esquina que se llamó por ellos “de Verois”, que el uso ha cambiado en Veroes.

Poco más de cien metros al poniente, la Compañía había fabricado su sólido edificio que es hoy el archivo General, y en la propia esquina de San Mauricio (hoy de Santa Capilla), uno aún mayor, que años más tarde sirvió para alojar el Parque. El sólido e indestructible edificio que soportó todos los terremotos, fue demolido para fabricar la oficina de telégrafos, hoy sustituido por una apacible plazoleta, cuya presencia se justifica sólo por el hecho de ya existir. Pero Verois también fue procurador, en tiempos del gobernador Felipe Ricardos, el hombre que arrasó la casa de Juan Francisco de León frente a la plaza de la Candelaria, la regó de sal y puso una columna donde estuvo la pared del frente, con una placa de metal en la que se llamaba traidor al Rey.

La laboriosa estirpe vascongada siguió sus actividades agrícolas aún después de extinguida la Compañía Guipuzcoana, pues José Antonio Verois, descendiente del procurador, sacaba azúcar y papelón de sus trapiches de Guarenas y Guatire, a fines del siglo XVIII; y en tal cantidad, que cubría las demandas de la zona y le sobraba para la exportación.

Durante el siglo pasado la esquina de Veroes fue centro de gran actividad. En el ángulo sureste, donde se halla hoy el edificio América, tuvo su casa el activísimo y polémico líder liberal Antonio Leocadio Guzmán. Fue en esta mansión donde se alojó su hijo, el general Antonio Guzmán Blanco, cuando entró triunfante a la cabeza de sus tropas el 15 de junio de 1863, en una Caracas profusamente adornada de banderas amarillas.

En aquél entonces vivía en casa de dos pisos, de padre Sierra a Conde, la familia Rohl, progenitora de ilustres talentos caraqueños. Durante el desfile federal, el niño Rohl se hizo protagonista involuntario de un incidente que ha podido pasar a mayores. Asomado al balcón contemplaba el paso de las tropas vencedoras que agitaban sus pabellones amarillos y daban vivas a Guzmán, cuando de pronto notan, soldados y oficiales, que el niño de apenas siete años llevaba puesto un gorro rojo, distintivo de los godos opositores. En seguida se agita la tropa y pide a grito que desaparezca el símbolo de los odiados opositores; la cuidadora obedece en seguida, retirando de la cabeza del niño el gorro en disputa, pero la madre del muchacho, doña Inés Avendaño de Rohl, goda irreconciliable, con orgullosa entereza, desafía a la soldadesca volviéndoselo a poner. Perdido el control ataca la tropa a la casona y llueven culatazos sobre el antiguo y sólido portón, cuando Guzmán, que ya había llegado a la esquina de Principal, da vuelta a su brioso caballo, calma con enérgico mando a los revoltosos y saludando militarmente al alarmado grupo del balcón, hace proseguir la parada. Al día siguiente, un edecán conduce al niño desde su casa a la de Guzmán, en la esquina de Veroes, donde en lugar de regaños recibió palabras amistosas del caudillo vencedor y un regalo muy simbólico:un canario amarillo.


Esquina la Marrón

Don Arístides Rojas no era muy amigo de la vieja tradición caraqueña de referirse a las direcciones por medio del nombre que señalaba a cada esquina de nuestra ciudad. Su mentalidad modulada en el estudio de la ciencia médica y de otras disciplinas académicas, repugnaba aquella costumbre que podía parecer de mal gusto y empapada de chabacanería, cual era la de identificar sitios y casas de habitación por los nombres por demás populares, de las encrucijadas del cuadrilátero histórico y de los aledaños que le circunscribían.

En aquella abigarrada colección aparecían y aparecen una serie de epítetos grotescos y de cognomentos que podrían pasar por vulgares, puesto que las expresiones del folclor, en todas las épocas, suelen estar teñidas de los extremos a que se atreve la picardía del común, sin propasar los límites de lo que siempre se ha llamado de una manera algo indefinida y nebulosa, “las buenas costumbres”. Como su opinión era de gran valer, cuando se procedió a elaborar la moderna nomenclatura que pretendía hacer desaparecer los vetustos nombres de las esquinas, se holgaba el eminente cronista con frases parecidas a estas: “¡Ya saldremos de la época de la ignorancia y del atraso! ¡ya no se dirá más la esquina del Zamuro o de la Miseria! La ciudad entra en una etapa de progreso y como toda ciudad culta, ya tiene una nomenclatura conforme al lugar que ocupa entre las poblaciones civilizadas del mundo”. Esta aversión de Don Arístides, plenamente justificada por la necesidad de establecer un ordenamiento riguroso en medio de aquella confusión de nombres que no podían entender los visitantes extranjeros, nos privó la valiosísima información que el eminente personaje caraqueño nos pudo ofrecer al consignar las tradiciones y leyendas que habían originado el nombre de muchas esquinas, cuya razón primera, en muchos casos, ignoramos completamente, dando lugar a inventos e infundios, que si pueden ser muy ingeniosos y evocadores de momentos nostálgicos, no hacen más que tender una cortina ante su verdadero significado. Una muestra de lo que ha podido hacer Arístides Rojas, es el excelente escrito que nos dejó en el Cují de Casquero o de Ño Casquero, o simplemente de El Cují; aunque evidentemente, lo que se propuso no fue afincar la tradición del topónimo, sino consignar la leyenda de Ño Casquero, habitante de aquel punto, que tantas peripecias tuvo que sufrir por su afán de hallar tesoros.

Nos ha podido explicar Don Arístides, posiblemente con lujo de detalles, por que recibió el nombre la esquina de Marrón, de la que sabemos tan poco. Como había sentado sus reales en aquel sitio tan céntrico, don Lorenzo Marrón, caraqueño que se codeaba con la gente más distinguida, desde que estableció allí su casa durante la primera mitad del siglo XVIII. Como tenía a pocos metros el Juego de Pelota, donde competía la nobleza de la ciudad, se hizo un gran entusiasta de aquel deporte que congregaba a la gente más joven y a otros de más edad, en aquel animado club, donde se compartía el letargo y el tedio de los días casi idénticos unos a otros, copiados por el acompasado resonar de campanas y esquilones de las iglesias y conventos, reducidos a un estrecho recinto. Por ser un hombre destacado, la gente comenzó por llamar la esquina con su nombre:”de Marrón”. Pero don Lorenzo fue regalado con dos hijas muy bellas, que cuando crecieron desplazaron naturalmente al padre, y al momento la esquina se conoció como de las “Marrones” y hasta de “las Marronas”. Don Ignacio Serafín de Castro se prendó de Margarita Petronila Marrón, prima suya, con la que se casó previa dispensa por cercana consanguinidad (1746). Pero los papeles parecen indicar que anteriormente había desposado a doña Josefa Marrón, de la que tuvo varias hijas, entre las que descollaban doña María Trinidad de Castro y Marrón, consorte que fue del madrileño don Rafael Córdoba y Verde y doña Josefa Antonia de Castro y Marrón, quien se unió con don Francisco Antonio de La Rosa y Vidal.

Don Lorenzo había fundado hogar con doña Juana Margarita Reina, matrona que reinó en aquella, su esquina, hasta su deceso en 1750. Fue en estos tiempos cuando otra de sus hijas, doña Ana María Marrón contrajo matrimonio con Bernardo José Llanos. Como había ocurrido en otros puntos, fueron las mujeres quienes hicieron famosa la esquina de las Marrones.

A pesar de su edad ya avanzada (en 1778), Don Lorenzo Marrón, en nombre de los aficionados al Juego de Pelota, en vista de que el frontón que se hallaba a una cuadra de su casa, en la esquina de la Pelota, se había arruinado desde que se usaron las piedras adyacentes que formaban el primer lienzo de las murallas de Caracas, se dirigió al Cabildo en solicitud del terreno en que se estableció la primera carnicería de la ciudad, al borde del Catuche, en donde fue luego la plaza España y es hoy el elevado de la Avenida Fuerzas Armadas, con el fin de fabricar allí el nuevo Juego de Pelota. El Ayuntamiento respondió a Don Lorenzo Marrón que en vista de lo acordado en acta del 9 de abril de 1753, se pusiese de acuerdo con don Manuel Felipe de Tovar, quien había sido uno de los pretendientes en aquel momento, para tomar una decisión definitiva en el asunto.

Fue entonces cuando don Lorenzo Marrón pudo llevar a cabo la obra del “nuevo Juego de Pelota”, cuya construcción estaba pendiente desde que don Pedro Solórzano, don Andrés de Ibarra y don Manuel Felipe Tovar, habían obtenido autorización del Ayuntamiento para levantar la cancha deportiva en el terreno de la antigua y primera carnicería de Caracas, del cual les cedieron cien metros de fondo por dieciocho de frente.

Se engaña quien supone que el tema de las esquinas se halla agotado. Ignoramos por cuánto tiempo ha de subsistir tan vernácula afición; puede durar sólo decenios o muchos siglos más. Pero mientras existía el bien patrimonial de nuestra pintoresca toponimia, nos mantendremos en su cuidado y su fomento, sin dejar a un lado el esfuerzo por enriquecerla.


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Fuente Bibliográfica: Montenegro. E .Juan. Crónicas de Santiago de León . Edición. Instituto Municipal de Publicaciones. Caracas. 1997. pag 249-.250-251-252-254-262-263-264-265-266-268-270-272.

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